Cuando tan solo tenía seis años comencé a sufrir la violencia que este mundo alberga desde su lado más doloroso.
Una noche que escuché unos ruidos en la madrugada, pude apreciar los llantos y gritos de mi madre. Aferrada a mi pequeño conejo de peluche, bajé con intención de saber qué ocurría.
Las luces de la cocina se encontraban encendidas y los gritos se hacían más cercanos. Me encontraba totalmente aterrada. Asomé mi pequeña cabeza por el marco de la puerta y pude ver cómo mi padre pegaba a mi madre. No pude evitar soltar un pequeño grito que hizo captar la atención de mi padre. Me escondí rápidamente pero sabía que yo estaba allí. Vino a por mí pese a que mi madre intentó detenerle. Ella cayó al suelo y terminó inconsciente por el golpe. Yo en el momento en que mi padre se puso delante de mí no recuerdo nada en absoluto.
Jamás solté nunca una lágrima en ninguna de las múltiples palizas que recibí durante años.
Muchas de las peleas eran por el dinero o simplemente porque mi padre venía borracho a casa. Mi madre aguantó esos abusos durante tres años. Aunque ella terminó más de una vez en el hospital y estuvo varios días, no fue capaz de decidir que nos marchásemos hasta que vio el verdadero problema y es que estuve ingresada en el hospital durante una semana. Los médicos creían que moriría debido a los fuertes golpes y maratones que tenía por todo el cuerpo, pero por algún motivo mi yo quiso vivir.
Aprovechamos una tarde que mi padre aún no había llegado de sus juergas para hacer nuestras maletas e irnos de casa. No le dijimos nada a nadie sobre dónde iríamos para evitar que él nos pudiese encontrar. Nos montamos las dos en el coche y abandonamos aquel pueblo. Mi madre se veía realmente nerviosa, ya que jamás había tomado una decisión sin consultarla antes con mi padre pero ya no podía contar ni con él ni con sus aprobaciones.
-Tranquila, mi vida... Desde ahora ya no tendremos que sufrir más... Siento que hayas estado durante tantos años así. En verdad lo siento...-me repetía una y otra vez.
Paramos unas horas después en un pequeño muelle para comprar algo de comer y seguir con el viaje.
Bajé del coche con mi pequeño conejo entre mis brazos, a la vez que cogía la mano de mi madre.
No había mucha gente caminando por allí, quizá era debido a lo nublado y ventoso que se encontraba el día. Caminaba junto a mi madre, apurada en aquellos instantes, cuando las prisas y el viento hicieron que mi conejito se cayese en el camino. Estiré el brazo para intentar alcanzarlo pero mi madre no parecía haberse percatado de mi situación. Un chico, el cual habíamos pasado delante de él; de pelo rubio, ojos verdes y unos años más mayor que yo, miraba la escena con algo de apatía en su mirada.
Fuimos alejándonos apresuradas y perdí de vista tanto a mi conejito como a aquel chico.
Horas más tarde llegamos a un pequeño y apartado pueblo en el que sabíamos que podríamos vivir tranquilas, pese a haber dejado al resto de nuestra familia atrás.
En tan sólo una semana comencé el colegio y años más tarde el instituto. Antes de darme cuenta, ya había cumplido los diecisiete años y mi madre parecía estar muy orgullosa de ello. Un año más y comenzaría a ir a la universidad.
Jamás sabré dónde se metió aquella mirada entre azul y gris que me suplicó hace años en aquel muelle. Me hubiese gustado poder devolverle el peluche que se le cayó pero no tuve tiempo de reaccionar cuando las dos, madre e hija, habían desaparecido. Ya han pasado siete años de eso y doy por imposible la misión de volver a verla.
Me llamo Ibuki y soy un chico de veinte años sin futuro alguno. Mi pasado me ha hecho errar en mi presente y ya no puedo hacer más que arrepentirme de ello.
Ocurrió hace unos años. Estaba con mis amigos cuando un grupo de chicos, mayores que cualquiera de nosotros, vinieron a intimidarnos. Nosotros éramos tan solo tres mientras que ellos eran seis. Los muy cobardes siempre cubrían parte de sus rostros con pañuelos, dejándose ver tan solo los ojos. Pensé que sería una estupidez plantarles cara, no ganaríamos ni de lejos, pero mis amigos no pensaban igual. Ellos dos solos se enfrentaron a los seis y, como cabía de esperar, los dos acabaron en el suelo hechos polvo.
-Menudos idiotas... ¿Pesabais que podríais con nosotros?-dijo despectivamente el que parecía el líder.
Tras acabar con ellos se percataron de que yo aún seguía allí, contemplando cómo humillaban a Ritsu y Kanade, mientras la ira se apoderaba de mí.
-Líder, mira a ese... No pelea y encima se queda a ver cómo machacamos a sus amigos.
Di un par de pasos hacia adelante, dispuesto a pegarle un buen puñetazo a ese imbécil cuando la mano de Ritsu me cogió del tobillo y me detuvo. Levantó la cabeza, toda ella magullada y con algo de sangre en sus labios.
-Ibuki, no lo hagas... Nosotros tampoco hemos debido hacerlo... Lo sentimos.
Me solté con delicadeza de su mano y le dejé allí tumbado mientras me iba a por esos idiotas. Apretaba mis puños con cada paso que daba.
-Mocoso, ¿qué crees que vas a hacer? Somos seis y tú solo uno, no podrás ni empezar...-dijo uno de ellos y el resto, exceptuando al líder, le rieron la gracia.
Pisé el suelo con fuerza, con mi cabeza baja, me remangué la camisa del instituto al cual iba entonces, y le solté tal puñetazo que cayó al suelo solo con ese único golpe.
El resto pareció mosqueares aquella situación y todos vinieron a por mí a la vez. Me llevé una buena paliza aunque conseguí hacer sangrar a cuatro de ellos. Tenía claras mis posibilidades, pero no podía dejar que el orgullo de mis amigos junto con el mío se fuese de aquella patética manera.
Ahí comenzó todo lo que soy ahora.